La amistad como concepto existe seguramente desde que el ser humano habita el planeta. El historiador y escritor israelí, Yuval Noah Harari, sostiene que el homo sapiens es la única especie que es capaz de agruparse en cientos de miles de personas para cooperar. Todos los grandes logros de la humanidad (y ojo, también las mayores atrocidades) no se basaron en hazañas individuales, sino en la capacidad para cooperar de manera flexible y a gran escala.
Y esto no es precisamente porque seamos la única especie que tiene la habilidad de hacer amigos, sino porque poseemos imaginación y la usamos para trabajar en equipo: somos únicos en esa capacidad de crear y creer historias de ficción, realidades imaginadas compartidas (como la religión, la democracia, incluso los derechos humanos). Mientras todos creamos las mismas historias todos podemos seguir las mismas reglas. Esa característica tan propia de los seres humanos pareciera ser una buena base para la amistad con quien ni siquiera conoces.
La amistad es una parte central de la experiencia humana. Nuestras historias, nuestras canciones, libros, películas, series y nuestras conversaciones son un espacio común, un hilo conductor que arma un gran telar llamado amistad.
Pero la amistad es más que cooperar uno con otro. Es un concepto mucho más complejo y profundo. Fueron los griegos los primeros en teorizar y pensar en esto. Los tres máximos pensadores del mundo helénico, Sócrates, Platón y Aristóteles, vieron en la amistad un tema de reflexión. Nada habría importado tanto a Sócrates y lo expresó en forma bastante elocuente: “Deseo apasionadamente adquirir amigos y un buen amigo me contentaría infinitamente más que la codorniz más linda del mundo (…) Preferiría un amigo a todos los tesoros de Darío”. Fiel a su maestro, Platón meditará frecuentemente acerca de la philía (amistad); y Aristóteles diría incluso que es “lo más necesario para la vida”.
Más tarde, otros grandes pensadores también dedicaron horas y páginas para hablar de la amistad: Kant, Nietzsche y Comte, también reflexionaron en torno a este sentimiento tan gratificante y que ha marcado la historia de la humanidad.
Hagamos un salto de siglos. En la actualidad, podemos decir muchas cosas sobre la amistad, incluso desde la ciencia. Hoy sabemos que nuestra capacidad de ponernos en el lugar de otro (básicamente la definición de la empatía, que sería como la energía que impulsa la amistad) es gigantesca.
Científicos de la Universidad de Virginia analizaron los escáneres cerebrales de 22 personas bajo amenaza de recibir pequeñas descargas eléctricas o de que las recibieran un amigo y un extraño. Y descubrieron que la actividad cerebral en una persona cuando está en peligro es prácticamente idéntica a la que despliega cuando su amigo lo está. “Nuestros cercanos se convierten en parte de nosotros, no en sentido poético o metafórico, sino real. Literalmente, nos sentimos amenazados cuando nuestros amigos están amenazados”, asegura James Coan, psicólogo y director del estudio.
La amistad también sería una especie de fuente de la juventud. En los últimos 25 años, numerosos estudios científicos han mostrado qué tener amigos reduce nuestro riesgo de mortalidad a la mitad, duplica nuestras posibilidades de recuperarnos de la depresión y nos hacen 4,2 veces menos probables de sucumbir a un resfrío. Incluso son, según el psicólogo Robin Dunbar de la Universidad de Oxford, Inglaterra, responsables del tamaño de nuestros cerebros, pues necesitamos ese poder neuronal para hacer un seguimiento de nuestras diversas relaciones complejas. Un dato interesante es que Dunbar descubrió que el mayor predictor del tamaño del cerebro de un primate es la magnitud de su grupo social.
Otra serie de estudios en este sentido han constatado que las personas con más amigos tienen la tensión más baja, sufren menos estrés, sus defensas son más altas y son más longevos. Además, ahuyenta la depresión, ayuda a superar enfermedades y produce satisfacción, placer y felicidad. Al mismo tiempo, se ha comprobado que no disponer de una red social de apoyo es un factor de mortalidad más potente que sufrir obesidad o llevar una vida sedentaria y sin ejercicio físico, de hecho, los estudios muestran un aumento del 50% de probabilidades de vivir más si se posee una sólida red de relaciones sociales.
Es común escuchar que algunas personas nos dan una sensación de calidez. Seguramente ustedes lo han dicho más de alguna vez. Naomi Eisenberger, profesora de psicología social en la Universidad de California, quería saber si había alguna constante en el lenguaje para describir nuestra conexión social. Durante un estudio realizado en 2013 y publicado en la revista Psychological Science, hizo que la mitad de los participantes sostuvieran una bolsa con agua caliente y la otra mitad, una con agua a temperatura ambiente. Como era de esperarse, los miembros del primer grupo registraron una mayor actividad en las regiones que detectan y recompensan el calor físico.
Entonces Eisenberger reunió mensajes de las familias y amigos de los participantes. La mitad de los mensajes eran cariñosos; el resto contenía frases que describían a los participantes. Cuando los sujetos, que estaban siendo monitoreados por medio de un escáner cerebral, leyeron los mensajes cariñosos por primera vez, “se activaron las mismas regiones neurales que se habían activado al contacto con el agua caliente”, dice Eisenberger. “Sabemos lo importante que es tener relaciones, y pedimos prestadas las reacciones a esas regiones del cerebro que detectan el calor para que nos indiquen cuándo nos sentimos conectados”.
“Eres como mi hermano”. Es algo que uno le dice a sus mejores amigos, pero no deja de ser una frase para mostrar el gran aprecio por otra persona. Eso hasta un estudio de Nicholas A. Christakis, médico y sociólogo de la Universidad de Yale en Connecticut, y James Fowler, profesor de genética médica y ciencias políticas en la Universidad de California en San Diego, quienes en 2014 examinaron 466.608 marcadores genéticos de personas que fueron identificados como miembros de uno o más de 1.367 grupos de amigos, y descubrieron que los amigos pueden ser una especie de “parientes funcionales”.
“Si analizamos el genoma completo, encontramos que en promedio, somos genéticamente parecidos a nuestros amigos. Tenemos más ADN en común con las personas que elegimos como nuestros amigos que con extraños en la misma población”, sentencia el estudio.
Los científicos encontraron que compartimos más o menos el 1% de nuestros genes con nuestros amigos y que, en promedio, somos tan parecidos genéticamente a nuestros amigos, como lo somos con nuestros primos en cuarto grado o personas que comparten tátara-tatarabuelos.
De los genes que más prominentemente se expresan entre parejas de amigos no relacionados, los investigadores encontraron que los genes del sistema olfativo estaban sobrerepresentados. Después de revisar los datos, Christakis y Fowler vieron que los amigos eran más propensos a tener sentidos del olfato similares, es decir, los amigos tienden a oler las cosas de la misma manera. Esto se explicaría porque en los días prehistóricos, por ejemplo, las personas a quienes les gustaba el olor de la sangre podrían salir a cazar juntos, mientras los recolectores podrían preferir el olor de las flores silvestres. En la actualidad, dice Fowler, eso se traduce en que las personas a quienes les gusta el olor del café se reúnen en cafeterías.
Los investigadores dicen que nuestro ADN podría ser una fuerza impulsora detrás de las actividades que nos atraen y las actividades sociales en las que participamos. Por lo tanto, estamos más inclinados a interactuar y fomentar amistades con personas que son genéticamente parecidas a nosotros.
Barbara Smuts, investigadora de la Universidad de Michigan, sorprendió a muchos de sus colegas en 1985 al usar la palabra “amistad” para referirse a los lazos que unían a las hembras de los babuinos, asegurando además que esto está sucediendo entre todo tipo de especies y alentando a la comunidad científica a ponerse al día sobre este tema.
Actualmente sabemos que monos, cebras, marmotas, elefantes y ballenas muestran preferencia por interactuar con compañeros de grupo de edad cercana a ellos. A los chimpancés y a los macacos de Assam les gusta pasar el rato con pares que tienen una personalidad similar (sí, los animales también tienen personalidades) y los grajos acicalan suavemente a sus amigos con sus picos, mientras que los monos asean a sus amigos con las manos. Estos solo algunos ejemplos de comportamientos que no son tan diferentes de cómo los humanos abrazamos a nuestros amigos.
Pero ¿Pueden los animales forjar relaciones de amistad con animales de otras especies? En general los biólogos y antropólogos catalogan la amistad como un rasgo exclusivo del ser humano, como una táctica evolutiva para la supervivencia. En este sentido, Barbara J. King, una antropóloga del College of William and Mary, ha comentado que aún no somos capaces de extraer patrones, pues hay pocos datos que lleven a elaborar una hipótesis seria al respecto.
King sugirió algunos criterios a la hora de establecer lo que podría ser una amistad: debe ser una relación sostenida en el tiempo; debe ser mutua, con ambas especies interactuando; y se tiene que producir algún tipo de adaptación en beneficio de la relación, ya sea una modificación en el comportamiento o en la comunicación.
Otro punto de vista es el de Marc Bekoff, exprofesor de ecología y biología evolutiva en la Universidad de Colorado. Para él la diferencia entre especies son una escala de grises, no algo en blanco y negro. Entre los mamíferos, por ejemplo, compartimos estructuras en el sistema límbico y la amígdala cerebral. “La buena biología dice que, si nosotros tenemos algo, ellos, los otros animales, también lo tienen. Así que no estamos insertando algo humano en los animales que ellos no tengan”.
Clive Wynne, profesor de psicología en la Universidad Estatal de Arizona, cree que muchas de estas relaciones entre especies tienen lugar solo porque esos animales viven en un entorno controlado por humanos, como por ejemplo cuando se encuentran en cautividad. Entre otras cosas, el impacto del ser humano puede provocar estrés en los animales al confinarlos en espacios cerrados, fomentando así una búsqueda de consuelo por parte de los animales en otros animales, aunque no pertenezcan a la misma especie.